TRISTEZA DE SUPERMERCADO
Hoy me he dado cuenta mientras hacía la compra. Y es que tengo la misma cara de tristeza empujando el carro de Mercadona que la que -tantas y tantas veces- había observado antes en otras muchas personas. Siempre me habían llamado la atención estas caras de pena: estos modos de melancolía que se aprecian en muchos de nuestros compatriotas mientras cumplen con sus tareas cotidianas. La mítica de los perdedores que -desde luego- me resulta más cinematográfica e interesante que la de la simple sonrisa del éxito. Sesenta años cumplidos, y es posible que ya ni quiera, ni pueda, disimular mis cicatrices. Las arrugas del alma que, poco a poco y con monótona constancia, han ido configurando lo que nos queda de carácter. Todo aquello que, de un modo grandilocuente, solemos llamar vida. El caso es que, en este calurosísimo verano del Año de Nuestro Señor de 2.023, he descubierto que yo también tengo cara de tristeza de supermercado.
A mi edad, uno debiera estar tranquilo y razonablemente satisfecho. Son tantas las cosas vividas y tantas las horas trabajadas que -vistas las circunstancias personales de cada uno- sería un hecho no sólo lógico sino también de mera Justicia poder pasar los años que te quedan dentro de unas coordenadas cómodas y estables. Sin embargo, esto es España. Esta tierra vieja, agotada y reseca siempre alejada de estos recios conceptos inmutables sobre lo bueno y lo malo: sobre lo justo y lo injusto. No me digáis que no han hecho a nuestra generación una reverendísima faena: precisamente cuando nos gustaría vivir tan sólo asomados a nuestro propio ombligo es cuando nuestras turbulencias, tanto personales como colectivas, nos van a exigir un ultimo esfuerzo. Lo he escuchado tanto que hasta duele: la famosa frase de esto no es lo que no han vendido. Pues así están las cosas.
Se avecinan cambios. Se anuncian convulsiones sociales que nos afectarán -sin exclusión- a todos y cada uno de nosotros. Nuestro modelo económico no funciona. Las sociedades occidentales han vivido demasiados años mirando hacia otro lado. Después de años y años de fiesta y de sonrisas ecofriendly, resulta que tenemos unos enemigos implacables no sólo fuera de las fronteras europeas -Ucrania lo sabe muy bien- sino también viviendo entre nosotros. Los incendios de Francia nos demuestran que el modelo económico occidental -que tanto ha sido defendido por tantos- se ha mostrado eficaz sólo en la creación de bolsas de marginalidad y de ámbitos de exclusión. Millones de personas viven absolutamente al margen de los valores del progreso cultural occidental -aquello de la fraternidad y de la igualdad y de la libertad- y no se sienten parte integrante de nuestras sociedades. Los disturbios de Francia acreditan que -en tanto en cuanto el sistema capitalista prosiga su proceso de paulatina descomposición- todos podemos ser víctimas de una explosión social de incalculables consecuencias: están en juego tanto los derechos que ya disfrutamos como los que estamos intentando conseguir.
Cumplidos mis sesenta años, los recuerdos se amontonan como trastos inútiles en una desmantelada buhardilla: se solapan unos sobre otros y giran alrededor de mi cerebro como una lenta atracción de feria antigua. Tengo sueños frecuentes sobre personas que -de un modo u otro- se habían esfumado de mi vida, y mis evocaciones se confunden con agendas y memorias de otros tiempos. Este estado a mis años no deja de parecerme hermoso, aunque ya no tenga ninguna perspectiva agradable sobre las frases que me puedan quedar en el guión. Nada más que el trabajo interminable que no cesa, varios centenares de libros todavía por leer, muchas páginas aún por escribir y las varias y propias melancolías recurrentes como las estaciones. Como escribía al principio, siempre me ha parecido más estética la dignidad de la derrota que el triunfalismo facilón. Siempre he pensado que el dolor es más expresivo -desde un punto de vista literario- que la simple sonrisa y que la satisfacción incuestionable. Siempre me he considerado un derrotado: un looser con estilo.
Con sesenta años sé -tremenda injusticia de estos tiempos aciagos- que me quedan muchos años de trabajo: de arrastrar mi cartera y de portar mi toga con la mayor dignidad posible. Y en medio de todo ese barullo, alcanzaré a ver todavía los signos que anuncian los tiempos venideros y los próximos capítulos del eterno libro de la Historia. Pero esas vidas ya serán de otros: tan suyas como míos serán también los dulces y amargos recuerdos de aquellas cosas que se han ido.