PEDRO SÁNCHEZ Y LOS BILDURRIS.
Hace muchos años que sostengo públicamente que es el propio carácter de hortera de Pedro Sánchez lo que le hace único. Las imágenes de nuestro Presidente durante sus vacaciones estivales en la tierra de Mohamed VI nos vienen a confirmar -pasado tanto tiempo- esta inmutable condición horteril del inquilino de La Moncloa. Me ha derrotado el look de la viserita chulapa y de los pantaloncitos cortos. Insuperable: no puede avanzarse ni un paso más en los difíciles caminos del mal gusto. Sin embargo, mis opiniones no pueden ser motivo de generalización ya que -tal y como ha sido acreditado en estas extrañas urnas veraniegas- para muchos millones de compatriotas Pedro Sánchez es algo así como una mezcla entre David Niven en 55 días en Pekin y Cary Grant en Atrapa a un Ladrón. Un elegantísimo caballero que, además, es un agudísimo estadista.
Pero la noticia de este verano no está en la viserita pichi del Presidente, sino en los acuerdos que ha tenido que alcanzar con los bildurris y demás ralea separatista y reaccionaria. El Presidente del Gobierno de España pactando -precisamente- con los enemigos de España para alargar más en el tiempo eso que llaman -muy en serio y sin rubor alguno- Gobierno de Progreso. Para Pedro Sánchez -como para el resto de los miembros y simpatizantes de su partido- es algo muy aceptable y muy democrático llegar a acuerdos con delincuentes y con prófugos de la Justicia. Arnaldo Otegui o Carles Puigdemont se merecen toda nuestra simpatía, y deben ser considerados como líderes progresistas que están ayudando a llevar a cabo los cambios sociales que España necesita. En cambio, Abascal o Feijoó no merecen ni un minuto de la atención de un ciudadano honesto: son representantes de fuerzas involucionistas (sic) que vienen a terminar con nuestros derechos y a prohibir nuestras libertades. La conclusión es clara: para salvar este Gobierno -único baluarte de la democracia española- debemos ver con buenos ojos como se forma un frente de progreso entre nuestros parlamentarios más brillantes: Yolanda Díaz, Gabriel Rufián, Mertxe Aizpuirúa, Joan Baldoví y demás próceres de esta Patria libre que disfrutamos entre todos. Van estafando a sus electores por ahí, hinchando el pecho porque, al parecer, nos han salvado del fascismo. Y uno no puede menos que preguntarse sobre lo que realmente va a hacer esta morralla cuando -de verdad- venga el fascismo.
Vaya timo y vaya fraude.
En primer lugar, porque el Gobierno Sánchez no es progresista: no ha transformado ninguno de los sectores nacionales que necesita ser transformado, y se ha limitado a dar una capa de purpurina -cada vez más rancia- sobre la inveterada costra de España. En segundo lugar, porque tampoco lo son ni Bildu, ni ERC, ni el PNV, ni Junts ni Sumar ni nadie del resto de sus compañeros de viaje. Representan lo peor y lo más reaccionario del modelo político burgués español, asentado siempre sobre la sangre y el sudor de los trabajadores. En tercer lugar, porque este nuevo Gobierno no se va a constituir para acometer empresa meritoria alguna que no sea -claro está- la del reparto de sillones, millones, prebendas, canonjías, corruptelas y corrupciones.
España debe ser uno de los pocos países del mundo occidental que se ha visto envuelto en este triste sainete de politiquería decimonónica. Ni acepto, ni apruebo, ni me gusta ver a este Presidente arrodillarse ante esta caterva de delincuentes condenados. Ni acepto, ni apruebo ni me gusta que esta legislatura esté condicionada por los caprichos de un fantoche fugado en Waterloo o por las exigencias de los ultras peneuvistas o por las ocurrencias de los descendientes de Companys. Y es que un mínimo sentido de Estado, con o sin esa viserilla chulapa, hubiera exigido plantear otro escenario después de constatar los resultados de las Elecciones de Julio. Es más, un mínimo sentido de la honorabilidad personal -de la decencia en su más amplia acepción- hubiese deshechado ipso facto cualquier posibilidad de acuerdo con estas formaciones políticas y con sus representantes. Porque contribuir al arrinconamiento -en los cajones de los episodios más tristes y deshonrosos de la Historia de España- de estas gentes no sólo es una exigencia moral de primer grado, sino también una simple cuestión de honor. Y que conste que no dudo que la política nos lleva -muchas veces- a tener contactos con toda clase de fuerzas políticas contrarevolucionarias -¿quién no los ha tenido?- pero eso no supone emprender con ellas ningún proyecto colectivo común ni duradero.
Lo que pasa es que las personas como yo -que cada vez son más- lo tenemos muy fácil: esté quién esté allá arriba no tendrá nuestra más mínima simpatía ni nuestra más pequeña consideración personal o política. Llevamos en la oposición tanto tiempo que ya -ni se duda- estamos siempre en contra de todos los que están: nos da igual su color, su logo, su bandera o su discurso. Desde que tenemos uso de razón. Lo que pasa es que Sánchez -con su visera, con sus pactos y con sus cosas- nos va a poner más fácil que nunca el ejercicio de esta postura de constante confrontación. A estos ni agua.