LOS QUE YA HEMOS DEJADO DE CONTAR (NAVIDAD 2.022).
Somos muchas las personas que hemos dejado de contar. Arrollados por alguna circunstancia personal -a estas alturas ya qué más da cuál ha sido la causa- hemos perdido la esperanza. Sabemos que la esperanza -en contra de lo que nos enseñaron- no es lo último que se pierde. Para muchos de nosotros, la vida no es sino una interminable sucesión de malas noticias, de reveses profesionales, de desengaños personales y de toda clase de frustraciones y de lágrimas. La existencia diaria que para nosotros, los perdedores descartados, consiste en poner diariamente un pie tras otro en una sórdida peregrinación a ningún sitio. Suelo decir que la vida -con toda la crudeza de la que es capaz- nos derribó en la lona un día y ya no hemos podido -o sabido- volver a levantarnos. La vida y un interminable cúmulo de errores del que ya no podemos escapar. La Navidad no es algo alegre porque siempre -inevitablemente y desde hace años- a mí no deja de producirme un triste, y vacío, sobrecogimiento.
Hijos de la derrota, nos queda la dignidad de saber reconocerlo de manera terminante, así como la capacidad -bendita capacidad de poder expresar los sentimientos sobre el blanco de una hoja de papel- de volcar en unas breves líneas la tristeza cierta de un profundo fracaso. Por todo esto, este año también me parece algo muy difícil escribir sobre la Navidad. Sobre todo porque, y lo digo con la debida perspectiva, para mí hace ya mucho que dejó de existir este tiempo de luz blanca y de muérdago verde.
Sin embargo, cuando me pregunto -en ocasiones- el sentido de este gran dolor se me vuelve a aparecer -luminosa y radiante- la sonrisa de un niño o la cara ilusionada de sus padres. Y vuelvo a vivir la Navidad a través de la felicidad que nos da la propia observación de la felicidad ajena. Las bellas sensaciones que estos largos años de desarraigo, de crisis, de guerra y de miseria no han logrado hacernos olvidar. Y así, por un momento, todo vuelve al inicio de las cosas: cuando todo parecía ser posible y cuando todavía no habíamos naufragado en esta tempestad de pena. La Navidad es la sonrisa de un niño y el sueño del que todavía conserva un sueño. La Navidad es la creencia -aunque sea pasajera y efímera- en la inminente mejora de las cosas. En Diciembre -y en medio de la niebla y de la incertidumbre- tal vez podamos ser mejores personas. Las personas que nunca hemos sido y que, por la magia intangible de una atmósfera especial y cálida, todavía podríamos ser. Yo creo que no existe el fantasma de la pasada Navidad: lo que nos atormenta es, precisamente, el fantasma de la Navidad que nunca tuvimos. Aquella que quedó difuminada en los siempre imprecisos perfiles de los proyectos rotos y de las ideas equivocadas.
Un año más, ya estamos otra vez bregando sobre calles iluminadas y sobre abetos decorados. Pero esta vez sabemos, de sobra, que lo que trae el nuevo año no es bueno. El año que viene todos deberíamos ofrecer a nuestros compatriotas la mejor versión de nosotros mismos. Se acercan pruebas muy duras para todos. Porque detrás de esta España edulcorada y oficialista de la falsa prosperidad vive un país destrozado y desunido sobre el que se extienden -imparables en su desgracia- colas del hambre en los repartos de alimentos y cifras inmensas de precariedad y de desempleo. Personas que también han dejado de contar y que ven -mes a mes con puntualidad siniestra- como los ricos son cada vez más ricos, y como los pobres son cada vez más pobres y como sigue la farsa del teatro del parlamentarismo vocinglero, de las innecesarias leyes y de la mentira cotidiana. Una España de falsa tramoya que apenas puede ya esconder un modelo económico despiadado e injusto y un proyecto político carente de principios éticos. Esta vieja España que lleva años desplomándose sobre nuestras cabezas y que -salvo contingencias no previstas- seguirá destruyéndose en medio de la indiferencia general.
Por eso, en estas fechas me he acordado especialmente de aquellos que lo han perdido todo. De todas aquellas personas a las que ya no nos quedan fuerzas, ni ánimos ni ganas de tener ilusión ni de soñar con un porvenir luminoso. A nosotros, los descartados por la fortuna y los desarraigados en nuestra propia tierra. A los que no tenemos Navidad.