LA NAVIDAD ES COSA DE OTROS
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Hace ya algún tiempo que vengo creyendo que la Navidad es cosa de otros. Que los escaparates decorados en rojo, que sus iluminaciones deslumbrantes, y que los anuncios de la Lotería Nacional y que el turrón, pertenecen a otras personas y a otros sitios. Que las esmeradas recetas, las comidas copiosas y los paquetes envueltos bajo un abeto son cosas que a mí ya ni me esperan ni me afectan: memoria lejana de otra vida, sin duda escondida y desdibujada en un rincón de esa desordenada buhardilla en la que se amontonan los recuerdos. Que esa atmósfera especial y fría que recorre, con una neblina sutil y emocionante, nuestras calles de un extremo a otro ya no podrá nunca volver a llegarme al corazón. La Navidad es cosa de otros. A pesar de The First Noel y de White Christmas, y de Have Yourself a Merry Little Christmas, y de Driving Home for Christmas -pido mil veces perdón a Irving Berlin y a Chris Rea- hace mucho que no consigo llenarme de esperanza ni de sentimientos compasivos y nobles por estas fechas. Alguna vez he dicho -a mi edad uno tiene la desvergüenza de autocitarse- que no había nada más difícil en los tiempos que corren que escribir sobre la Navidad. Tal vez porque nos enfrentamos a la verdad, la verdad terrible, de estar todo ya dicho -a estas alturas- sobre la Navidad.
Hemos hablado ya de todo. De la miseria de muchísimos de nuestros compatriotas. De la soledad de nuestros descartados y de nuestras mujeres maltratadas y de nuestros niños hambrientos que tiritan de frío. De la tristeza de los que no tienen trabajo ni pan. De la pérdida y de la desesperanza y de nuestra imposibilidad de cambiar las cosas y de los desterrados en su propia tierra. De una España miserable y garbancera de lágrima fácil -y de emoción a flor de piel a golpe de kleenex- que se estremece ante el marketing barato del anuncio de cualquier ONG pero que -en los últimos años- ha tenido miedo a la oportunidad de realizar un profundísimo cambio en nuestro modelo injusto. De esa España que vuelve cobarde la cabeza ante el dolor de sus propios hijos y que, a pesar de toda esta basura acumulada, seguimos amando sin un segundo de vacilación.
Sin embargo, siempre me ha gustado creer que las cosas pueden cambiar. Ni en los momentos más tristes y oscuros de mi vida he dejado de creerlo. Y también es posible que la Navidad sea el momento más adecuado para poder seguir creyéndolo. Sobre las cenizas de lo que ha sido nuestra vida y sobre el espejismo de lo que podría llegar a ser, se alzan estos momentos especiales en los que -como estupefactos niños grandes- todavía somos capaces de asombrarnos con la visión de una ilusión feliz y de una promesa radiante. Y así, de esta forma y por unos pocos días, el mundo queda como envuelto en un paréntesis de luz blanca y de muérdago, y todo parece más bonito y fácil. Este tiempo de la Navidad en el que, entre tanto meloso envoltorio y entre tanto ajetreado bullicio, seguimos conectando con la verdad de lo que somos: con los parajes más inaccesibles de nuestro corazón. El misterio de ese Cristo niño que nos visita en estas fechas.
Se nos ha acabado un año extraño. Un año caracterizado por un bloqueo político que nos había acostumbrado a vivir sin Gobierno. Una situación endemoniada que ha terminado, tal y como muchos habían vaticinado, por medio de una traca final socialista: un no es no convertido en un no es sí por obra y gracia de una Comisión Gestora en el PSOE. La ofensiva de los partidos del sistema y un aparente retroceso en las llamadas opciones del cambio. El timo de la Revolución de Podemos y la insufrible cursilería buenista de Albert Rivera y de Ciudadanos. Finalizando el 2.016, podemos decir que está muy lejos cualquier transformación profunda del sistema vigente, y ello a pesar de que -a lo largo y ancho de Europa- continúa la confrontación entre estas formaciones emergentes y los partidos políticos tradicionales. Tiempos convulsos se ciernen sobre todos nosotros. Pero somos muchos los que creemos que tanto unos como otros son las dos caras de una misma moneda y que -gane quien gane- nos encontraremos ante el mismo modelo económico y ante la misma y tediosa forma de hacer política. Una farsa que se interpreta sobre el escenario de la ilusión decepcionada y de la falsa promesa de una idílica redención.
Año Nuevo de 2.017, y todo seguirá su ritmo habitual. Suena en Starbucks, mientras escribo estas últimas líneas del año, una versión más que aceptable del Crazy Love de Van Morrison. Esas canciones que siempre te han acompañado -porque, en definitiva, la vida no es más que aquello que Van Morrison pone un fondo musical- y que se convierten en inamovibles anclajes frente a las tempestades y a las algarabías que se van sucediendo en el particular vivir de cada uno. Y sabemos que mucha gente seguirá haciéndonos daño de manera consciente o inconsciente, y que volverán a asaltarnos graves contrariedades y disgustos: y tenemos claro -con una evidencia aterradora- que muchos de los problemas que hoy tenemos no tendrán solución tampoco en este año de 2.017. Pero también sabemos que, a pesar de tanta pena y de tanto dolor y de tanta tristeza, la vida no nos ha vencido: que nadie nos ha derrotado en las batallas que importan de verdad, y que seguimos acudiendo a la brecha con la misma fuerza de los primeros días.
Otra casualidad. Ha sido un día muy Irving Berlin porque ahora, de fondo musical, están tocando Let´s face the music and dance. No se me ocurre mejor mensaje positivo para cerrar definitivamente el año que se ha ido. Os deseo a todos el mejor de los años posibles. Feliz 2.017.