ESTA TRISTE NAVIDAD DE 2.021
Siempre me ha gustado más escribir sobre aquella Navidad que nunca hemos tenido. Siempre me ha gustado más que el recuerdo de alguna Navidad pasada o que la simple evocación de un momento feliz. Recuerdo con muchísima fuerza, por ejemplo, el olor del serrín del nacimiento o esa sensación de libertad esperanzada de esos días irrepetibles de Colegio antes de las vacaciones. La Navidad del niño siempre envuelta en la poesía de los instantes efímeros de los reinos perdidos y de unas emociones idealizadas por el paso del tiempo: esos aromas que se perdieron para siempre en el devenir confuso del pasado. La Navidad, en definitiva, como parte de un rito anual necesario y profundamente occidental.
No recuerdo demasiados momentos felices estos días. Mi padre murió -estrellado con su coche en un tremendo accidente de tráfico- al amanecer de un frío y brumoso 23 de Diciembre de 1.976. Sobre el gélido asfalto quedaron extendidos decenas de paquetes envueltos para esa Nochebuena que no llegó jamás: la Nochebuena de 1.976. Aquello rompió nuestra concepción familiar de la Navidad y, con la debida perspectiva de los años pasados, ahora sé que también rompió nuestra familia. Esa muerte, a la larga, constituyó el inicio del proceso que nos convirtió a todos en unos irredentos tarados. Pero esa es otra historia: la de como un pequeñísimo grupo de personas unidas por la sangre pueden ser capaces de quererse tan poco.
Después llegaron muchísimas Navidades más. Algunas realmente espeluznantes. Otras elegantes y bellas como un suspiro etéreo. Estas últimas son las que valen. Las que llenaron nuestra vida del significado profundo de estas fechas a la sombra de las ciudades iluminadas, de la nieve y de la sonrisa de los niños. Las que se asoman a tu memoria en cuanto cierras los ojos estos días: aquellas por las que -simplemente- merece la pena haber pasado por la vida. Imágenes siempre en el recuerdo de los sentimientos más sinceros y de los instantes más limpios. Momentos que nos han indicado -para siempre- los caminos que debes seguir y a las personas que debes querer. Porque vivir intensamente supone querer incondicionalmente a un puñadito de personas, al igual que abrazas, también incondicionalmente, a un puñadito de principios.
Otra Navidad en 2.021. Y la escasa ilusión que me quedaba ha sido sepultada en un mar de epidemias, mascarillas, miseria, vacunas y dolor. En la certeza de que nuestro pasado no ha servido de nada y de que nuestro futuro no es más que una sombra incierta. Ajeno totalmente al consumismo y a la alegría forzada de estos aciagos días, presiento que la única cosa que tiene un poco de sentido en medio de esta España injusta y triste es nuestra creencia irreductible en que -pese a todo- es posible un nuevo mundo. Esa nueva frontera que se adivina, año tras año, detrás de los abetos engalanados y de las luces blancas. Porque, detrás de todo el ruido y de toda la pena, se esconden la dignidad de los enfermos y de los desempleados, la libertad de los que la han perdido y la integridad de los miserables, de los desposeídos y de los inmigrantes. La esperanza de los marginados frente al Niño que ha nacido para nuestra liberación. Tal vez, después de tantas y tantas palabras pronunciadas, resida el misterio de la Navidad en esa verdad elemental.
Así llegamos a una Navidad más. Cada vez más extraña y cada vez más confusa. Y aquí seguimos: como un centinela vigilante en medio de una ciudad en ruinas y en espera de su último combate.