EL PRESIDENTE DE LOS GRIFOS DE ORO
Patrick Bateman, el asesino en serie de la novela American Psycho, tiene entre sus indiscutibles mitos a Donald Trump. Teniendo en cuenta este dato literario no me resulta extraño que, con el mismo entusiasmo frenético que despliega Bateman en la novela, muchos personajes del entorno político extremoderechista hayan manifestado su radical admiración por Donald Trump. El fachimbo -singular tropilla que siempre sabe arrancarnos la sonrisa- y su inesperada afición a celebrar los resultados de unas elecciones democráticas.
En 1.991, Bret Easton Ellis publicó una de las críticas más ácidas y lúcidas que se han escrito sobre los usos y costumbres sociales de los últimos años del siglo XX. En American Psycho -y a través del humor negro de un relato dibujado con múltiples contrastes de delicada ironía, profunda crueldad y descarnado realismo- se contaba la historia del yuppie y psicópata Patrick Bateman, al tiempo que se criticaba un mundo caracterizado por la idealización suprema del éxito económico, el culto al cuerpo, el hipermaterialismo sin barreras, el sexismo machista y el clasismo como pauta en las relaciones humanas. La América de principios de los 90. Y como recordaréis todos aquellos de vosotros que la hayáis leído, este elegantísimo y cultivado asesino en serie tiene -entre sus máximos héroes y mitos- a Donald Trump.
En esa época -y por supuesto en esta- Donald Trump era el símbolo de todo aquello que el libro reflejaba. Porque Mister Trump no es un outsider alternativo que defienda un conjunto de valores distintos a los imperantes dentro del sistema capitalista. Donald Trump siempre nos ha acercado a los terribles escenarios del megacapitalismo tenebroso: un espacio económico caracterizado por el indivualismo férreo, por el egoísmo y la insolidaridad social y por la búsqueda del beneficio a cualquier precio. Donald Trump representa todo lo que de negativo, cutre y choricero puede tener América y la exacta delimitación de sus peores defectos. Los caracteres del viejo capitalismo que han hecho muy grandes a unos pocos y muy pequeños a otros muchos. Encarna, en definitiva, a la América que no nos gusta.
No me gusta su forma de tratar a las mujeres. No me gusta su admiración por el gangster de Putin -malos tiempos se ciernen sobre Ucrania o sobre los opositores sirios- y no me gustan ni la criminalización del inmigrante ni el levantamiento de muros fronterizos. El aislacionismo estadounidense no ha solido ser más -desde la perspectiva de la Historia- que el preámbulo de grandes cataclismos mundiales: con esta posición de pasividad en el exterior, se abren las posibilidades de intervención de las dictaduras expansionistas.
Pese a todo ello, se nos suele olvidar que son los ciudadanos estadounidenses los que han elegido a Donald Trump. Nosotros creemos que este plutócrata gordo, grosero y hortera es impresentable. Europa y su propia manera de entender la cuestión. Sin embargo, millones de americanos no lo creen así: han conectado con su mensaje y han confíado en su capacidad de liderazgo. Y es aquí donde radica, precisamente, la principal limitación a los aspectos populistas del programa de Trump: en el origen democrático de su mandato y en la imposibilidad de quebrar el modelo de contrapesos del poder que, desde aquel ya lejano 1.776, se ha venido consolidando en los Estados Unidos de América. Porque no es ilimitado el poder del Presidente y porque, en consecuencia, sus iniciativas políticas deben siempre ajustarse a la Constitución y a las leyes. Porque esta atípica y mediática Presidencia no podría romper -aunque lo pretendiera- el complicado esquema de equilibrios y de garantías constitucionales de un sistema democrático plenamente consolidado.
Por eso, me gusta creer que Donald Trump y su grifería de oro no suponen más que una anécdota más de estos tiempos revueltos y difíciles. Una muestra más de algo que, en España, llevamos tiempo asimilando día a día: que aquello de la nueva política no es más que un conjunto de soluciones ineficaces, de posturas televisivas absolutamente vacías de contenido, de un inaudito mal gusto y de un maleducado horterismo en las formas. Por suerte, a este Presidente le sucederá otro y, mientras tanto, asistiremos con curiosidad a los primeros movimientos de esta nueva etapa que, al igual que en el mundo entero, se está abriendo en los Estados Unidos. Una nueva política de grifos de oro, de meñiques levantados y de basura moral -y también de la otra- que se nos viene encima.