AQUEL CONEJITO BLANCO EN CARENTAN. MI COLUMNA EN "EXTRACONFIDENCIAL"

02.04.2013

Enésimo capítulo de esta historia tristísima. Chipre y su crónica de los últimos días, y de cómo han sido esquilmados unos ciudadanos europeos dentro de esta cotidiana gran estafa. Un nuevo episodio de esta situación endemoniada de la que -no nos cansamos de decirlo- tan sólo se podría salir aplicando soluciones extraordinarias: medidas que se adopten al margen de las gastadas reglas que rigen un modelo económico agotado. Mientras tanto, y a pesar de todas estas aparatosas intervenciones europeas sobre nuestras sufridas economías nacionales, esto no tiene arreglo.

A mí, el rescate de Chipre me ha recordado la historia del conejito Alvin. Un conejito blanco en Normandía.

Casi no podía recordar el soldado Billy Dugan -diecinueve años y vecino de Garfield, en el Estado de New Jersey- cuándo y dónde se había encontrado con aquel conejo blanco. El soldado Billy Dugan -del Primer Batallón del Regimiento 502 de la 101 División Aerotransportada- llevaba combatiendo desde la madrugada del 5 de Junio de 1.944. Su mente vagaba -hacía ya días de ello- por la tiniebla espesa de la falta de sueño, del miedo, de la adrenalina desatada, del simple agotamiento físico y de una difusa alegría de seguir vivo a pesar de todo. El paracaidista Billy Dugan -de Garfield, New Jersey- no recordaba casi nada de manera coherente y ordenada. Sólo una sucesión confusa -en su memoria- de combates breves y encarnizados contra las fuerzas alemanas, inquietas duermevelas, agotadoras marchas y una lista interminable de compañeros muertos y de cosas que nadie debiera nunca ver. El paracaidista Billy Dugan aguantaba -más allá de lo que nunca hubiese podido imaginar- y seguía luchando y marchando junto a lo que quedaba de la 101 Aerotransportada.

No recordaba dónde se había encontrado ese conejo blanco. Todos los pueblos, los campos y los setos le parecían iguales. No era capaz de pronunciar ninguno de los nombres de aquellos pueblos normandos en cuyo alrededor se estaba combatiendo. Creía recodar que fue en las afueras de uno de ellos, uno que los oficiales llamaban Ste Marie du Mont. Muchos pueblos tenían nombres de vírgenes y santos, pero esto no le privaba de estar siempre hambriento y empapado, huérfano de cualquier auxilio divino. Acababan de asaltar ese seto -bombas de mano, balas y fuego de ametralladora sobre el bocage- y descansaban agotados a su amparo. Estaba recién muerto el Sargento Vitelli -un neoyorquino duro y veterano al que querían y respetaban- e intentaban asimilar el hecho con una mezcla de dolor, estupefacción e incertidumbre. Un día duro y unos minutos de descanso tumbados sobre el suelo mojado. Entonces Billy los vió. Los vió justo al encender un Lucky Strike bajo la lluvia...

Una camada de pequeños conejos -unos siete u ocho- se amontonaban bajo su madre muerta. Empapados, apelotonados y ateridos, muy juntos los unos sobre los otros, intentaban sobrevivir al viento y al frío. El paracaidista Billy Dugan -sin detenerse demasiado en lo que estaba haciendo- fue cogiendo, uno a uno, a los pequeños conejos. Con dos dedos, y agarrándolos del pescuezo, fue metiendo a los conejitos en un nido hecho apresuradamente con papel de periódico. Después, se los guardó en su macuto con cuidado. Aquella noche, los alimentó con leche condensada y pedacitos de su ración militar. Hizo lo mismo en los días posteriores. A pesar de ello -o tal vez por causa de ello- murieron todos los conejos menos uno.

El superviviente. Un conejito blanco al que todo el pelotón bautizó como Alvin. El conejito Alvin se convirtió en un elemento cotidiano. Una mascota que les recordaba -vaga e imprecisamente- a las personas que habían sido no hacía tanto, y que impedía que aquellos lazos que -todavía y cada vez más débiles- les seguían vinculando a cálidos sentimientos humanos, se desanudaran para siempre. Alvin comía de todo y de todos, correteaba y jugaba entre los soldados y después -sin seguir horarios o costumbres- corría a refugiarse en el macuto de su salvador: el soldado Billy Dugan. Todos querían mucho al conejito Alvin, porque aprendió a arrancar sonrisas en medio del dolor y del miedo.

Fue un poco antes de uno de aquellos feroces combates callejeros en Carentan. El pelotón se vió sorprendido por una andanada de fuego de mortero, y todos pudieron cubrirse y ponerse a salvo. Todos menos el conejito Alvin. Alvin no pudo escapar de la metralla, y murió destrozado: deshecho en esa salva inesperada de metal ardiente. Los soldados fueron pasando delante de los restos de Alvin, mientras marchaban apresuradamente al combate revisando sus armas. Habían aprendido -en esos días- a mirar a la muerte cara a cara, con una actitud no exenta de una cierta indiferencia forzada. Pero a todos les dolió la muerte de Alvin. Tal vez porque, con aquel conejito blanco, moría una parte importante de sí mismos. Ese mismo día -después de una lucha encarnizada de varias horas con los durísimos y tenaces fallschirmjäger alemanes- el soldado Billy Dugan pudo llorar como el niño que había sido. Hacía años que no había podido hacerlo.

Los ciudadanos europeos somos como el conejito Alvin. La situación es tan mala -tan inevitablemente adversa- que nos da igual que alguien nos rescate y nos mantenga vivos unos días más. Terminaremos cayendo en esta cruel tormenta de metralla que es la recesión capitalista. Sólo cambiando de escenario -transformando el modelo- podríamos iniciar con dignidad una vida nueva. Sin embargo -y tal vez como contrapunto de esperanza- es en este momento de desesperación y de miseria cuando -tal y como le ocurrió al soldado Billy Dugan de la 101- puede salir a flote lo más hermoso -y lo más noble- de nosotros mismos.

Pedro Peregrino - Calle la provincia 5. Burgos. 09128
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